«No, no soy de Segovia. Soy de Zaragoza, de un pueblecito pequeño cerca de la Laguna de Gallocanta, Daroca, Calatayud, el Monasterio de Piedra…». Así comienzan mis frases cuando tengo que presentarme o escucho que alguien habla de mí.
Porque aquí charramos y vamos de propio. Nos chipiamos y nos da una garrampa. Porque nos llevan a corderetas y nos damos un tozolón. Porque nos vamos a dar un voltio y capuzamos. Porque nos dan pampurrias y mandamos a escaparrar. Porque jalamos lo que queremos, y es que somos lamineros. Porque mandamos a cascala. Porque tenemos mucha rasmia… no encuentro mejor lugar para emprender, para ser, para volver, para sentir y para gritar con orgullo.
Y es que no, no me gustan las ciudades, ni grandes ni pequeñas. Necesito salir a la calle y solo escuchar silencio, caminar por carreteras sin asfaltar y poder ir a un bar medio vacío en el que, seguro, vas a conocer a las únicas dos personas allí sentadas. Me gustan las casas grandes con jardín y terraza, y me ahogan los pisos, por bonitos que sean. Me gusta salir al balcón a hablar con mis vecinos y repetir rutinas día tras día.
Por más vueltas que he dado, no he encontrado paisaje de mayo más bonito… porque soy del rincón donde el mar es de trigo. Donde damos de comer a las grullas, donde duermen y bailan. Es aquí donde nació la pasión por el trabajo. Donde cada día se construye con el esfuerzo de unas manos agrietadas. Es en este rincón donde el mundo se detiene y lo importante pasa a ser de verdad lo importante.
Vivir aquí me ha dado mis valores y me ha hecho conocer mi paz.
Por eso, hoy más que nunca, aprovecho el Día del Orgullo Rural para dedicar unas palabras a mi casa, a mis raíces… y a mis padres, que me lo han dado todo.